3.7.17

¿Qué hacer ante una elección o jornada electoral?

Sí todos los que estamos obligados, o condicionados, o incluso invitados a votar, transgredimos tal norma, la disposición, desistimos de la invitación en un porcentaje mayor al usual (que siempre es del 20 o en su defecto 30% de iconoclastas) alcanzando un 50% (es decir una mayoría en términos democráticos), entonces y de hecho, tal elección, carecería de legitimidad y de allí se podría ganar seriamente la legalidad de tal comicio y de tal resultado. De más está decir, que sí se alcanza esa mayoría, la transgresión dejaría de ser tal y se convertiría en norma triunfante y el ordenamiento político se vería impelido a replantarse algunos de sus aspectos basales, que no son abordados, porque quiénes se les oponen dado que; o no piensan o sólo quieren ser como los que critican.
El aspecto es mucho más sencillo de lo que parece. Tal vez oculta en muchas palabras intrincadas, lo cierto es que la legitimidad política siempre, de un tiempo a esta parte, se pone en cuestión, pero nunca llega a la instancia de perforar, de percudir, la legalidad. En Argentina semanas previas al acabose del diciembre del 2001, la elección nacional legislativa acusó un índice de ausentismo, cómo de voto nulo o castigo que presagiaba, precisamente lo desopilante de los cinco presidentes en una semana  y la veintena de muertos por protestas y desmanes. Desde aquel entonces, tal desgarramiento, entre el tejido que sostiene a representantes con representados, no ha sido reconstituido del todo. Cómo si hubiese sido también  una suerte de endemia institucional, desde ese entonces (otros analistas refieren el inicio en Chiapas, México a mediados de los ’90) vienen sucediendo estallidos sociales semejantes, que tienen como eje, como foco esta temática que abordamos.
Esta falta, se debe, a muchas causas, pero podemos señalar una tal vez, no tan trillada. La cobardía del pensamiento, o de los pensadores, enfocados en lo político, para trabajar esta grave causa. Desde aquel entonces, fue mucho más sencillo, que de un lado de la avenida estuvieran los que vitoreaban a los sentados a la izquierda o la derecha de la asamblea nacional francesa que tradujo, como universalidad, la fantochada de que los humanos debemos propender a ser libres, iguales y fraternos.
Palabras más o palabra menos, semántica populista, progresista; centrista o cómo se la quiera llamar en esos debates que siempre nos conducen a los mismos libros y las mismas experiencias de los siglos XIX y XX en el continente Europeo. Desde donde escribimos, de nuestra parroquialidad, que sin embargo se hace vecinalidad, crece y se extiende como latifundio indómito, conformando una regionalidad o continentalismo que abraza océanos, pues  y próximos a 40 años de plena democracia a sedimentar, cuando no aumentar, nuestros índices de pobreza, de marginalidad y de pérdida de calidad de vida, indistintamente de quiénes nos gobiernen o bajo que banderas, expresiones o partidos y  mucho más allá de fronteras geográficas o mapas trazados.
Ante la pregunta que podríamos arriesgar de porque un porcentaje determinado de ciudadanos no acude a emitir su voto, o al hacerlo anula su voto, lo desecha expresamente; la respuesta más acomodaticia, o que consagraría el supuesto sentido común, es que aquellos que no votan, transgrediendo la obligatoriedad (sea normativa o moral, recordemos la máxima Griega de Idiotas para los que no participaban en los asuntos públicos que se presenta como referencia en aquellos lugares en donde el votar es optativo) son automáticamente representados por quiénes sí cumplen la normativa y por ende, ceden su representatividad a esa mayoría que sí emitió el sufragio. Este principio democrático, de que los números mayoritarios consagran la representación (como lo señalamos en otros artículos, este sistema se centra en el triunfo por sobre el otro, no en la representación, sí no, los vice, presidentes, gobernadores o intendentes, serían o deberían ser los segundos más votados detrás del ganador) tendría entonces que respetar, el hipotético caso que se logre una mayoría ciudadana, que haga política, instando a la ciudadanía que el día del comicio, de la elección, en un número mayor al 50% de los habilitados a votar, no concurra a hacerlo.
En lo que podría constituirse en la maduración de la clase política, tendríamos a quiénes planteen esto mismo, la auténtica validación del sistema político, que quedará como tal o en caso de ser derrotado, con sus propias armas se convertiría en régimen.
Esto, a contrario sensu, de lo que siempre pueden pensar y mal, los amigos que la están pasando bien con la política, sería más que beneficioso, pues en caso de que prevalezca la continuidad, la no modificación, es decir que pese a que muchos hagan campaña por no ir a votar, la gente asista en un número mayor al 50% (como si fuese difícil además esto mismo, teniendo los recursos de un estado que posee en los diversos lugares en donde existe democracia liberal números amplios o ampulosos de pobreza) los liberaría de sus culpas, de sus ocultamientos y de sus gobernanzas con excesos incluidos.
Es decir en caso de darse tal elección en tales términos (sí el 50% de los habilitados a votar no asiste a hacerlo, el sistema político-institucional debe ser replanteado, o al menos tal elección declarada ilegítima y por ende ilegal) los ciudadanos, no tendrían razón de continuar cuestionando a sus políticos, es más tendrían los políticos, por ejemplo, derecho a cobrar más impuestos y gastarlos en más nombramientos en seguidores y amigos, para ponerlo en términos categóricos.
Finalmente, y en caso de que no pueda establecerse este escenario, igualmente respondimos este interrogante, tal vez, algunos de los que no asiste a votar, lo hace razonando de la siguiente manera: “Es necesario que haya un sector que gobierne, una aristocracia natural, que se fundamenta en la propiedad y en el talento” (Burke)… La distribución equitativa del poder, para Burke, simplemente no existe. Si ningún hombre puede ser juez de su propia causa, si ha renunciado a fallar en su propio interés, tampoco puede ser gobernante por sí mismo. Si para obtener justicia hay que renunciar al derecho de tomarla por cuenta propia, ¿por qué no asumir, como signo de libertad, que otro hombre tome decisiones pertinentes por nosotros? http://www.fundacionfaes.org/file_upload/publication/pdf/20130423222146edmund-burke-y-la-ciencia-de-la-politica.pdf
La política se hace con lo que está en el fondo del corazón. Por eso, los que ven sólo contratos no son aptos para ser hombres de Estado. Los contratos tienen siempre un sentido ocasional y por lo tanto pueden siempre disolverse voluntariamente. Los contratos no se pueden aplicar a la vida de un Estado, que no es una asociación para el comercio de la pimienta y el café, el algodón o el tabaco. Un Estado no es un negocio, no puede ser disuelto al antojo de las partes contratantes, ni mediante escritura pública elevada ante notario. Para llegar a ser un Estado no basta tener intereses en común. “Como los fines de una asociación así no pueden obtenerse ni siquiera a lo largo de muchas generaciones, la asociación llega a ser, no sólo entre los vivos, sino también entre los vivos y los muertos y los que están por nacer” (Burke, Edmund (2003): Reflexiones sobre la Revolución en Francia Alianza, Madrid, p. 155).
En tren de esta argumentación, podríamos agregar el escenario, que ideamos a los únicos fines de reestablecer la vinculación entre representantes y representados, que elijamos a nuestros políticos, a quiénes nos representan, por plazos más extensos, mas continuados, diez o quince años, con esa cláusula, sí, de que sí no vamos el 50% más uno de los habilitados a hacerlo, se reparte y se da de nuevo…
El bien jurídico mayor de cualquier ciudadano ante un derecho colectivo es que le sea garantizado una vida en democracia, y cuando esto no ocurre, el mismo ciudadano debe agotar las instancias para llevar adelante este reclamo en todas las sedes y ante todas las instancias judiciales. No podrían objetarse ante esto, cuestiones metodológicas o de fueros, la justicia en cuanto tal, debe preservar y hacer cumplir el precepto democrático por antonomasia que el único soberano es el pueblo, pero la traducibilidad de esto, debe manifestarse mediante un cambio de lo democrático, tal vez redefiniéndolo o disolviéndolo en sus partes más oscuras, lo más democráticamente posible, sería que quiénes pretenden vivir bajo sociedades más democráticas, planteen en sus parlamentos o asambleas, mediante diputados, legisladores o ciudadanía común, proyectos que cambien el eje de las democracias, y que no sólo sea semántica, de lo contrario y tal como lo venimos observando, más temprano que tarde, se impondrá de hecho y no seguramente en forma pacífica o armoniosa, el cambio, nodal, radical y substancial, tan necesario e indispensable.



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