Sí todos
los que estamos obligados, o condicionados, o incluso invitados a votar,
transgredimos tal norma, la disposición, desistimos de la invitación en un
porcentaje mayor al usual (que siempre es del 20 o en su defecto 30% de
iconoclastas) alcanzando un 50% (es decir una mayoría en términos democráticos),
entonces y de hecho, tal elección, carecería de legitimidad y de allí se podría
ganar seriamente la legalidad de tal comicio y de tal resultado. De más está
decir, que sí se alcanza esa mayoría, la transgresión dejaría de ser tal y se
convertiría en norma triunfante y el ordenamiento político se vería impelido a
replantarse algunos de sus aspectos basales, que no son abordados, porque
quiénes se les oponen dado que; o no piensan o sólo quieren ser como los que
critican.
El aspecto
es mucho más sencillo de lo que parece. Tal vez oculta en muchas palabras
intrincadas, lo cierto es que la legitimidad política siempre, de un tiempo a
esta parte, se pone en cuestión, pero nunca llega a la instancia de perforar,
de percudir, la legalidad. En Argentina semanas previas al acabose del
diciembre del 2001, la elección nacional legislativa acusó un índice de ausentismo,
cómo de voto nulo o castigo que presagiaba, precisamente lo desopilante de los
cinco presidentes en una semana y la
veintena de muertos por protestas y desmanes. Desde aquel entonces, tal
desgarramiento, entre el tejido que sostiene a representantes con
representados, no ha sido reconstituido del todo. Cómo si hubiese sido
también una suerte de endemia
institucional, desde ese entonces (otros analistas refieren el inicio en
Chiapas, México a mediados de los ’90) vienen sucediendo estallidos sociales
semejantes, que tienen como eje, como foco esta temática que abordamos.
Esta falta,
se debe, a muchas causas, pero podemos señalar una tal vez, no tan trillada. La
cobardía del pensamiento, o de los pensadores, enfocados en lo político, para
trabajar esta grave causa. Desde aquel entonces, fue mucho más sencillo, que de
un lado de la avenida estuvieran los que vitoreaban a los sentados a la
izquierda o la derecha de la asamblea nacional francesa que tradujo, como
universalidad, la fantochada de que los humanos debemos propender a ser libres,
iguales y fraternos.
Palabras
más o palabra menos, semántica populista, progresista; centrista o cómo se la
quiera llamar en esos debates que siempre nos conducen a los mismos libros y
las mismas experiencias de los siglos XIX y XX en el continente Europeo. Desde
donde escribimos, de nuestra parroquialidad, que sin embargo se hace
vecinalidad, crece y se extiende como latifundio indómito, conformando una
regionalidad o continentalismo que abraza océanos, pues y próximos a 40 años de plena democracia a
sedimentar, cuando no aumentar, nuestros índices de pobreza, de marginalidad y
de pérdida de calidad de vida, indistintamente de quiénes nos gobiernen o bajo
que banderas, expresiones o partidos y
mucho más allá de fronteras geográficas o mapas trazados.
Ante la
pregunta que podríamos arriesgar de porque un porcentaje determinado de
ciudadanos no acude a emitir su voto, o al hacerlo anula su voto, lo desecha
expresamente; la respuesta más acomodaticia, o que consagraría el supuesto
sentido común, es que aquellos que no votan, transgrediendo la obligatoriedad
(sea normativa o moral, recordemos la máxima Griega de Idiotas para los que no
participaban en los asuntos públicos que se presenta como referencia en
aquellos lugares en donde el votar es optativo) son automáticamente
representados por quiénes sí cumplen la normativa y por ende, ceden su
representatividad a esa mayoría que sí emitió el sufragio. Este principio
democrático, de que los números mayoritarios consagran la representación (como
lo señalamos en otros artículos, este sistema se centra en el triunfo por sobre
el otro, no en la representación, sí no, los vice, presidentes, gobernadores o
intendentes, serían o deberían ser los segundos más votados detrás del ganador)
tendría entonces que respetar, el hipotético caso que se logre una mayoría
ciudadana, que haga política, instando a la ciudadanía que el día del comicio, de
la elección, en un número mayor al 50% de los habilitados a votar, no concurra
a hacerlo.
En lo que
podría constituirse en la maduración de la clase política, tendríamos a quiénes
planteen esto mismo, la auténtica validación del sistema político, que quedará
como tal o en caso de ser derrotado, con sus propias armas se convertiría en
régimen.
Esto, a
contrario sensu, de lo que siempre pueden pensar y mal, los amigos que la están
pasando bien con la política, sería más que beneficioso, pues en caso de que
prevalezca la continuidad, la no modificación, es decir que pese a que muchos
hagan campaña por no ir a votar, la gente asista en un número mayor al 50%
(como si fuese difícil además esto mismo, teniendo los recursos de un estado
que posee en los diversos lugares en donde existe democracia liberal números
amplios o ampulosos de pobreza) los liberaría de sus culpas, de sus
ocultamientos y de sus gobernanzas con excesos incluidos.
Es decir en
caso de darse tal elección en tales términos (sí el 50% de los habilitados a
votar no asiste a hacerlo, el sistema político-institucional debe ser
replanteado, o al menos tal elección declarada ilegítima y por ende ilegal) los
ciudadanos, no tendrían razón de continuar cuestionando a sus políticos, es más
tendrían los políticos, por ejemplo, derecho a cobrar más impuestos y gastarlos
en más nombramientos en seguidores y amigos, para ponerlo en términos
categóricos.
Finalmente,
y en caso de que no pueda establecerse este escenario, igualmente respondimos
este interrogante, tal vez, algunos de los que no asiste a votar, lo hace
razonando de la siguiente manera: “Es necesario que haya un sector que
gobierne, una aristocracia natural, que se fundamenta en la propiedad y en el
talento” (Burke)… La distribución equitativa del poder,
para Burke, simplemente no existe. Si ningún hombre puede ser juez de su propia
causa, si ha renunciado a fallar en su propio interés, tampoco puede ser
gobernante por sí mismo. Si para obtener justicia hay que renunciar al derecho
de tomarla por cuenta propia, ¿por qué no asumir, como signo de libertad, que
otro hombre tome decisiones pertinentes por nosotros? http://www.fundacionfaes.org/file_upload/publication/pdf/20130423222146edmund-burke-y-la-ciencia-de-la-politica.pdf
La política se hace con
lo que está en el fondo del corazón. Por eso, los que ven sólo contratos no son
aptos para ser hombres de Estado. Los contratos tienen siempre un sentido
ocasional y por lo tanto pueden siempre disolverse voluntariamente. Los
contratos no se pueden aplicar a la vida de un Estado, que no es una asociación
para el comercio de la pimienta y el café, el algodón o el tabaco. Un Estado no
es un negocio, no puede ser disuelto al antojo de las partes contratantes, ni
mediante escritura pública elevada ante notario. Para llegar a ser un Estado no
basta tener intereses en común. “Como los fines de una asociación así no pueden
obtenerse ni siquiera a lo largo de muchas generaciones, la asociación llega a
ser, no sólo entre los vivos, sino también entre los vivos y los muertos y los
que están por nacer” (Burke, Edmund (2003): Reflexiones sobre la Revolución en
Francia Alianza, Madrid, p. 155).
En tren de esta
argumentación, podríamos agregar el escenario, que ideamos a los únicos fines de
reestablecer la vinculación entre representantes y representados, que elijamos
a nuestros políticos, a quiénes nos representan, por plazos más extensos, mas
continuados, diez o quince años, con esa cláusula, sí, de que sí no vamos el
50% más uno de los habilitados a hacerlo, se reparte y se da de nuevo…
El bien jurídico mayor
de cualquier ciudadano ante un derecho colectivo es que le sea garantizado una
vida en democracia, y cuando esto no ocurre, el mismo ciudadano debe agotar las
instancias para llevar adelante este reclamo en todas las sedes y ante todas
las instancias judiciales. No podrían objetarse ante esto, cuestiones
metodológicas o de fueros, la justicia en cuanto tal, debe preservar y hacer
cumplir el precepto democrático por antonomasia que el único soberano es el
pueblo, pero la traducibilidad de esto, debe manifestarse mediante un cambio de
lo democrático, tal vez redefiniéndolo o disolviéndolo en sus partes más
oscuras, lo más democráticamente posible, sería que quiénes pretenden vivir
bajo sociedades más democráticas, planteen en sus parlamentos o asambleas,
mediante diputados, legisladores o ciudadanía común, proyectos que cambien el
eje de las democracias, y que no sólo sea semántica, de lo contrario y tal como
lo venimos observando, más temprano que tarde, se impondrá de hecho y no
seguramente en forma pacífica o armoniosa, el cambio, nodal, radical y
substancial, tan necesario e indispensable.
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